Urbano de Alejandro Betancourt
El poeta y la ciudad
I. Conocí
a Alejandro Betancourt en una lectura de textos de los integrantes del taller
de literatura de la UAT
llevado a cabo en la Feria
del Libro del 2004. No sé si en realidad fue ese el día de nuestro primer
encuentro, pero lo recuerdo porque sus textos me causaron una gran impresión.
En aquel momento me sorprendió la fuerza de su poesía, aunada a su juventud.
Sobre todo me llamó la atención su clara conciencia de su sí mismo como
escritor.
En aquel
entonces, un Alejandro muy joven ya tenía pleno conocimiento de su otredad, de
su no –ser, no –pertenecer. Pero, me parece, también entendía que en ese no
pertenecer radicaba la fuerza necesaria para nutrir al poeta.
Todo
adolescente es, por definición, un extranjero. Mientras unos rumian sus
diferencias en silencio, otros se esfuerzan en ocultarlas. Luchan por disminuir
la brecha que los separa de los demás. Por fin, otros no solo asumen esa condición:
se solazan en ella, buscan en algún momento convertirse en marginados.
Alejandro pertenece a esta categoría, la de los que están conscientes de su
otredad y deciden explorar el mundo con una mirada diferente. Es joven, es
homosexual y es escritor. Es para él un deber mirar al mundo y enfrentarlo.
II. Ahora
leo los textos de su primera plaquette, Urbano. Me golpea reconocer una ciudad
que es la mía, pero al mismo tiempo no lo es y es muchas otras. Encuentro
intacta, o aún acentuada, la conciencia del escritor, el ojo que todo lo ve,
registra, indaga, transforma. Las buenas maneras no tienen cabida en estas
imágenes desencantadas.
Encuentro
también algo que percibí en un principio pero había olvidado: el orgullo, un
orgullo de ser, existir bajo las propias reglas, ir descubriendo el mundo en
sus propios términos. Una altivez nacida junto con él, primigenia. Se sabe
ajeno a los subsidios, por encima de los que viven en el mundo de falsos ídolos
y espejos. Se sirve de ellos, pero su voz no depende de ellos y eso lo
reconforta.
Encuentro
también un dolor profundo, el de aquel que ha tenido el amor y lo ha perdido. Y
el dolor del que atestigua el destino de los olvidados, pero no lo comparte.
III. A
través de quince cantos Alejandro recorre la calle, la ciudad que nunca veo. Se
interna en el mercado donde se comercia con mucho más que abarrotes y
perecederos. Recorre los bulevares, siempre nocturnos. Camina, ajeno a los
carruajes que se han apoderado de las calles y gritan historias sobre una
existencia que no es la suya y lo llena de desprecio. Camina por la calle
principal de la ciudad, encontrando a su paso niños, mujeres, ancianos,
sumergidos en la vorágine cotidiana. Encuentra a los hombres, su objeto de
deseo como hombre y como poeta.
IV.
Alejandro es queer, hay que decirlo. Esa otredad es una de las muchas
que recorre el texto como un río seco, en consonancia con la ciudad donde
vivimos. Desnuda a las mujeres que no desea pero constituyen el refugio, el
paliativo en la búsqueda verdadera. Hace un recuento de su encuentro con los
hombres/mujeres, con esos habitantes de la tierra lentejuela a los que más
tarde renuncia, voluntaria pero dolorosamente.
En el
último canto, asume plenamente su condición doblemente extranjera: se sabe
distinto y encuentra su propia tribu, pero entonces llega la herida y lanza su
manifiesto. Renuncia a esa comunidad donde tampoco pertenece. No es expulsado,
renuncia. Se encuentra, pues, voluntariamente exiliado. Observando. Y encuentra
que hay esperanza.
V.
Alejandro camina por esta ciudad mientras anochece. Va encontrando los sonidos,
las metáforas, refinando las imágenes. Va madurando su voz poética. Camina, y
las palabras le salen al paso.
Elin
López León de la Barra